François Mauriac pone en juego toda su experiencia política y espiritual en un intento de exorcizar la desgracia de la guerra y del totalitarismo; de forma inusual para la época, califica la esvástica nazi como una «araña repugnante, hinchada de sangre». Se convierte así en representante de todos aquellos que sufren persecución por la justicia, enfrentándose con determinación a una concepción maquiavélica del poder.